EL DÍA EN QUE CONQUISTÉ LA MONTAÑA ------------------------Autor: Andrés Forero

(Parte I)

Este es un cuento breve. Verán… eran las seis de una mañana de abril y las cosas para mí no podían ser peor…

DEL LLANTO A LA PALABRA

Mi alma me había negado rotundamente el llanto. Yo pensaba que el llanto tan solo necesitaba de algunas cuantas razones, pero aun cuando yo las tenía, y de sobra porque mi razón producía una diferente cada dos o tres minutos, a mi alma no la conmovieron, no al menos lo suficiente para regalarme la tranquilidad del llanto; por eso ligo el llanto al alma, porque si por la razón fuera en aquellos días yo hubiese llorado un manto, tanto como para espantar al mismo espanto; pero ya ven, el alma es de lo más caprichosa o quizás incomprendida. Si por caprichosa, el alma mía, y si por incomprendida, qué puedo decir, a mí me resulta difícil entenderla y no es para menos… no sé escucharla, no entiendo su sutil lenguaje y estoy ausente del silencio.

Ante lo que yo creía era necedad del lenguaje del alma, había optado por el lenguaje simple de algunas ensombrecidas canciones que murmuraban una y otra vez que el dolor bien puede ahogarse en el alcohol o en la renuncia a la vida. ¿Ahogarse en el alcohol?, pues… al primer trago advertí que para eso debe tenerse cierto gusanillo innato dentro de uno, que permita mover la voluntad en tal sentido, y aunque la vida me ha dado muchas cosas, de ese bichito lo único que puedo decir es que me fue negado.

¿Renunciar a la vida?, esa es una opción contraria a mi naturaleza; quien opta por tal inclinación se ve reducido a deambular como zombi, condenado a morir envenenado por los jugos insípidos que produce todo odio visceral.
Aun cuando yo sabía que al hombre le es dada la bendición del Fénix, no estaba dispuesto a ser ceniza para alzar el vuelo, así que preferí surcar el cielo en llamas aún a riesgo de avivar el fuego. Yo tenía que enfrentar mi oscuridad que era fuego, sin ayuda del alcohol y sin invocar la muerte. ¡Sin llanto, sin alcohol y sin muerte!

Un clavo saca otro clavo; pero ¿cómo se saca algo que quizá no yace dentro?, ¿cómo se cierra una herida con otra herida?, ¿cómo se busca la luz camino a la oscuridad? Sin llanto, sin alcohol, sin muerte y lo peor, ¡sin clavo!

Cada quien acude a su vicios para calmar sus penas y sus tensiones, yo no soy la excepción. Aunque desde esos días de ausencia, la palabra me acompañaba y yo en ella había realizado la belleza porque la humildad me había permitido ser su instrumento, eso no me había sido suficiente.
El dolor del alma es dolor del cuerpo, porque aquella se haya insuflada como aliento en cada parte de aquel. Sin llanto, sin alcohol, sin muerte, sin clavo y sin palabra.


(Parte II)

UN PUEBLO INUNDADO DE RECUERDOS

Como es muy harto dormir despierto para luego vivir dormido, y como lo es mucho más despertar pensando en aquello que has rogado olvidar al conciliar el sueño, yo abandonaba el lecho al primer asomo del pensamiento ido, con la esperanza de tener en el agotamiento un aliado; y como es aún más triste levantarse para morir postrado sufriendo el suplicio chino que en tu alma causan los recuerdos cuando descolgados caen uno a uno, punzantes en el corazón herido, había optado por exigirle al cuerpo lo que el alma hace rato, un día triste, había perdido: “voluntad”.
De mi infancia escuché el llamado de otro de mis vicios: el deporte. Si no podía sacar el dolor de mi ser lentamente, gota a gota, en el llanto, habría de sacarlo paso a paso en el trote matutino, gota a gota en el sudor; con una sola certeza: “fortalecida la voluntad en el cuerpo, fortalecida la voluntad en el alma”; una vez fortalecida el alma podría decir: “te sudé recuerdo dolido”.

Confieso que con el tiempo aprendí a aferrarme menos a la certeza, hija necia de la razón, y a confiar más en la esperanza, esa voz muda que en el silencio te susurra invitando al movimiento a la voluntad, esa pequeña voz que invoca las fuerzas del universo. No podía menos, de las cosas sagradas que nos da la vida el Ser es una de ellas y no puedes dejar que se llene de dolor o de odios o de ambiciones o de cualquier otra inclinación desmedida, como la economía o la política, que a falta de mesura hacen de tu Ser una inmundicia, una basura, un remedo, una sombra, una ilusión.

Llevaba varios días recorriendo los valles de mi pueblo, despidiendo a la gentil luna, recibiendo al eterno majestuoso que con sus rayos amorosos acudía a rescatarme del abrazo frío del sereno umbrío, y tal como lo había pensado, cada gota de sudor iba acompañada de un recuerdo dolido que explotaba en el pavimento y se hacía difuso en él.

No vayan a pensar que en mi intento el recuerdo se hacía perdido, ¡de ninguna manera!, pues, en alguna medida, ¡qué somos sino recuerdos!; uno no puede pensar que va a salir a la calle a dejar por ahí tirados los recuerdos, ¡claro que no!; finalmente el dolor no es producto de los recuerdos sino de la interpretación que haces de ellos; somos seres que significamos y el mundo se nos vuelve significado, es uno de los poderes de la palabra.

En el sudor, como en el llanto, lo único que se puede hacer es lavar los recuerdos con la esperanza de limpiar el alma; una vez limpia el alma, está en tus manos dar a los recuerdos un mejor significado y crecer en ellos y florecer en ellos o, por el contrario, morir hecho viejo, indignado con el anciano.

Pero lavar recuerdos no es como lavar la camisa de tu amante, esa que has manchado en un descuido, ¡claro que no!; tampoco es como lavar aquello, que se lava y queda igual según dicen; si ese es el intento, es intento vano.

En la intención de lavar recuerdos, también es vano el soterrado intento de maquillarlos de verde esperanza, azul alegría o blanco inocencia, como hacen aquellas personas de razón camaleón, que por maña andan pintando la palabra del color de sus conveniencias, tornando la razón ridícula y despojándola de su escaso valor; como quienes por el peso de las miradas, generosos comparten la riqueza económica que han adquirido en el despojo que hacen a sus semejantes, para luego ir por ahí comprando indulgencias, comprando perdón y comprando olvido como compran chocolates suizos.

La conciencia es conciencia y la memoria es frágil, si la estrujas fuerte corres el riesgo de caer en la locura, por eso se requiere de la paciencia del artesano. Limpiar el alma es, por encima de todo, un acto de amor. El espíritu como el alma, como el recuerdo, no tienen un lugar propio, el ser les es suyo y ellos son el ser; por eso debes buscar en cada fibra de tu ser como si buscaras dentro de cada una de las celdas de un panal, y has de burilar lenta y suavemente con la mirada, luego has de lavar para volver a burilar y lavar hasta que tu mente esté dispuesta para que en ella, con la ayuda del pensamiento, traces las imperceptibles líneas de un nuevo significado. Si fuera tan fácil como creen algunos, bastaría con pellizcar un pedacito de tu cerebro y te hallarías libre del recuerdo o del pecado.

Ante la dimensión de la tarea, pronto ésta le pudo al cuerpo y me vi nuevamente de bruces contra el suelo, abrasado por el fuego del miedo. Las piernas se pueden usar para correr, pero no para huir de los recuerdos. Ahí estaba nuevamente yo, sin llanto, sin alcohol, sin muerte, sin clavo, sin palabra y sin piernas para correr.

Cuando en una verdad has hecho la vida cierta, qué dura se te pone la vida cuando tu verdad se te escapa como el agua entre los dedos; a eso llamo miedo y al hombre que vive de verdades le llamo condenado. Cuando eres un condenado e impotente ves como tu verdad se esfuma, sientes una tensión indescriptible que te lleva en una acción desesperada a manipular la realidad para acomodarla a lo que alguna vez fuera tu verdad, entonces miras por aquí, interpretas por allá y concluyes por acullá, y si no logras acomodar la realidad o si no logras renunciar a tu verdad, no te queda sino la locura; mueres paralizado por el miedo, y la vida yo es más vida y tu ser ya no es más ser, quedas reducido a algo que está, y si el hombre es el único ser que puede ser sin estar, también es el único que puede estar sin ser.

¡Oh dolor de los dolores!, ¡pesar de los pesares!, la redención es tuya, pero no te viene de afuera, porque ya te fue dada; si eres juez y verdugo, también eres la luz indicada.

Gracias a mi hazaña, las calles de mi pueblo están plagadas de mis recuerdos, en ellas, si eres lo suficientemente atento, puedes leer la historia sin fin. Si había caído por sexta vez, era justamente por el peso de mi historia y como mi historia es grande quise llevarla a otras calles, quise ir a otros escenarios, quise encontrar otros interlocutores, otros más poderosos en los que mi pensamiento turbio resonase de mejor forma y en armonía con ellos recuperase su carácter prístino, ese carácter que solo tiene el armónico que te da la comunión.



(Parte III)

LOS SENOS QUE ERAN MONTAÑA

Para lo que tenía en mente, los pies para correr resultan cortos, así que los alargué con la ayuda de los pedales… ¡renací en el ciclismo! Mientras el terreno fue llano, quién dijo miedo señores, el viento era mío y yo era del viento, el paisaje era mío y yo era paisaje; el canto de las aves, el mugir de las vacas (los toros solo miraban embravecidos), el relinchar de los caballos, el balar de las chivitas y hasta el ulular de los árboles eran mil voces que alentaban al hombre dolorido; y como la Pacha Mama es sabia, cuando me sentía ganado y cuando la soberbia resurgía, aparecía Céfiro implacable a refrenar mi ego; eres mío me decía y aunque quise enfrentarlo con mi aliento, siempre terminé doblegado, superado por el vuelo fresco de algún ave.

Así fueron mis primeros nueve meses de ciclismo, evitando el silencioso llamado de la montaña que imponente se levantaba ante mi mirada distraída; me sentí victorioso; pero cuando no se mira de frente, la victoria es ruina.

Bastante rivalidad tenía yo con Céfiro para ponerme a despertar el miedo que el ascenso y el descenso producían, bastante tenía con los barbas blancas que me pasaban comiendo panela, con sus mejillas sonrosadas y su espalda erguida.

Y aquí es donde comienza mi cuento. Les había dicho que eran las seis de una mañana de abril, y así, sin más, mi voluntad fue seducida; cosas de la magia. Ante mis ojos se levantaba una bella montaña que no tenía nada que envidiarle a los senos de mi amada, y como a aquellos, sentí la necesidad de hacerla mía, así que creyendo enfrentar mis temores me lancé a tomarla. ¡Ay, Señor!, quién dijo miedo, yo no sabía si a cada pedalazo me acercaba más a mi objetivo o si en la distancia mi voluntad impotente fenecía.

La montaña como la muerte es odiosa porque no la quiere nadie, y es que para mí era bien difícil quererla si cada vez que a ella iba, regresaba entumecido, sin aliento, casi muerto.

Pero aún así mi muerte en las montañas había tenido sus ventajas, pues, si mi pueblo estaba inundado de mis recuerdos, aquellas montañas que eran esmeraldas de oro salpicadas, pronto serían un hermoso río rojo, porque en ellas hasta mi sangre había sudado en las interminables faenas en que, bajo la lluvia o a pleno sol, a las monstruosas me había enfrentado. ¡Si!, eran esmeraldas de oro salpicadas, pero también eran como interminables serpientes monstruosas que se torcían y retorcían, con un extraño ánimo de asfixiar al más titán de los titanes.

Recuerdo cuántas veces al querer conquistar la montaña, como tantas veces había conquistado los senos de la que un día fuera mi amada, sentí mis piernas fallecer cuando al despuntar lo que yo creía era aureola, resultaba ser tan solo otra curva eterna, otra de tantas mediante la cual el monstruo odiado buscaba hacerme desistir de mi noble intento, levantándose con la furia y la bravura de quien de la compasión no conoce nada. ¡Ésta sí las tiene grandes!, exclamaba yo mientras decidido a no morir me levantaba en los pedales para, con unas leves lágrimas dibujadas en mis los ojos, gritar “¡a mí no me vencés!”.

No vayan a pensar que estaba loco, uno tiene que armarse de lo que sea en esta vida para no morir en el intento. Al monstruo inmundo y a los vientos que inclementes como verdaderas avalanchas se lanzaban por su cuerpo sinuoso, yo les gritaba muchas cosas, les imprecaba a cada instante y hasta llegué a mirarles con desprecio. Así pasaron más de seis meses en los que siempre salí victorioso, cansado, pintado de blanco, tembloroso, pero victorioso.

Un extraño sentimiento de alegría se adueñaba de mí por esos días pues no podía olvidar que todo mi intento era por la búsqueda del llanto, y en mis ojos ya se dibujaban las lágrimas, así fuesen lágrimas leves.


(Parte IV)

EL ENCUENTRO

Pero la montaña no solo era razón de duelos, también era ocasión de encuentro. Y fue en uno de esos encuentros, el más importante de mi vida, en el que una verdad contundente ante mí se reveló. A unos veinte kilómetros de una nueva conquista, y luego de cuatro de una fiera lucha, alcancé a un “barba blanca”; yo subía como de costumbre ganando sobrado el desafío a la montaña al punto de que cuando el viento golpeaba duro mi pecho, yo lo golpeaba más duro con mi mirada.

Aquel hombre, a quien pensé vencer con alguna facilidad, marchaba con una mirada limpia, apenas si movía las piernas y sus pestañas blancas, que mantenían limpia la mirada; yo pensé “este hombre no ha de tener recuerdos ni historia, porque no suda nada y anda ligero como si no tuviese que cargar con el peso de su cuerpo”. “Muy buena señal campeón”. Así me decía yo, “campeón”, no estaba loco ya lo he dicho, es solo que yo salía solo a conquistar la montaña y si no me daba ánimo yo mismo entonces quién lo iba a hacer; sé que había dicho que me alentaban las vacas, los caballos, las chivitas y hasta los árboles, pero es que en la montaña no hay muchas vacas, ni muchos caballos, ni muchas chivitas, en las tierras de los pobres apenas si hay perros y una que otra gallina, y los árboles en esos meses siempre me parecieron silentes.

Después de dos kilómetros fallidos, pues, no pude vencer al “barba blanca”, decidí que era mejor tenerlo por compañía. Las gentes hijas de las montañas tienen por extraña costumbre compartirlo todo, desde su poca comida y su humilde techo, hasta la gentil sonrisa y la palabra amada; por ello más pronto que antes aquel anciano y yo nos habíamos tejido en la palabra, y como a mí la palabra me sobraba, durante los siguientes quince kilómetros, no paré de hablar de todo lo que yo conocía de la vida… del llanto, de los vicios, de la muerte, del clavo, de la palabra, del recuerdo y de la voluntad, y utilicé hasta metáforas como la colmena.

A tres kilómetros de conquistar de nuevo la esmeralda verde de oro salpicada y ante tan prolongado silencio de aquel buen hombre, opté por callar, no sin antes notar lo agradable y gentil que había sido la montaña en los últimos quince kilómetros.

Unos cuantos metros más adelante, mi acompañante de aventura compartió conmigo lo que yo creo que es un cuento y que por lo bello, muy pronto les voy a contar.

En medio de su calma y aún sin sudar, el hombre “barba blanca”, dijo: “No hay cadena más difícil de soltar que aquella a la que uno mismo se sujeta con el alma. Hace muchos años tenía en el patio de mi casa un mico amarrado con una cadena. Al principio brincaba y tiraba de la cadena con rabia y rebeldía. Impotente, incapaz de liberarse de ella, aunque la llave del candado estaba justo ahí, en el candado. Yo reía al ver la falta de inteligencia del gracioso mono, pero la risa no me duró mucho. Al poco tiempo el mono abandonó la violencia, tomó el candado, giró la llave y se liberó”.

En ese momento yo no comprendí su metáfora, así que continué en silencio, en tanto él prosiguió: “Una tarde, en plena rebeldía, casi lleno de rabia, discutía en mi casa con un grupo de amigos. Fue tanto el ruido que el mono se acercó a observar. Se oían palabras como “ilustración”, “mayoría de edad”, “razón”, “verdad”, “neocanibalismo” y otras tantas más como “ética”. Era denuncia, intención de liberación. Sin embargo, pasados casi tres años, la revolución era revolución inerte. Giraba más un trompo sin punta. Esa tarde el mico se acercó, nos contempló un buen rato. De pronto el que empezó a reír fue él. Necesité muchos años para ver la cadena, pero no fueron tantos como los que necesité para ver la llave”.

La montaña terminó y los dos nos despedimos con un leve “adiós”. Creo que fue el primer día en que en verdad conquisté la montaña.


(Parte V)

MOMENTOS DE AMOR

Unos meses más tarde, estaba de nuevo haciendo el amor en la montaña, estaba al borde del clímax cuando algo muy bello aconteció.

Si les contara con mi pensamiento viejo lo que a bien me sucedió, les diría “solo quien vive en el amor, puede ofrecer una sonrisa y sentir, por los logros de otro, una alegría tan grande que se desborda tanto que fluye incontenible”. Así les diría porque así pensaba y así pensaba porque así creía.

Verán, faltando como un kilómetro para conquistar la montaña, delante de mí, a unos cien, ciento veinte y ciento treinta metros subían tres decididos escarabajos en sus caballitos de acero; la distancia llegaba a su fin y con él se desvanecía mi oportunidad de dar caza a los pioneros; en ese momento escuché, quizás noventa y seis metros atrás, el fuerte ronronear de un veintidós ruedas, en eso la pendiente entró en su punto más crítico por lo que el conductor enganchó la segunda de su tracto camión, el ronroneo de inmediato se hizo más intenso y la distancia que nos separaba empezó a desaparecer con cada pedalazo.

El reto se tornó doble pues ahora tendría que dar caza antes de ser cazado, porque adelantar en montaña a un ciclista implica tomarse hasta medio carril para maniobrar con confianza, y a ello me vería forzado pues mis rivales a esas alturas ya iban “haciendo colombina”.

El ronroneo hacía cuna en mis oídos en tanto el kilómetro se deshacía en metros y los cien metros con que me aventajaba quien me precedía en la subida, en cuestión de segundos se volvieron noventa, ochenta, setenta, sesenta, cincuenta... ¡era todo o nada!, la espalda lejana se tornaba tan cercana que al ronroneo de la mula se sumó la respiración agitada del escarabajo; por mi parte yo controlaba la mía para que no se saliera del ritmo pausado y sostenido en el que venía, controlaba mis piernas para no perder la continuidad del movimiento perfectamente circular en que venían, controlaba mis brazos y hombros evitando el innecesario bamboleo, créanme que en esas condiciones no se puede dilapidar un gramo de fuerza porque la montaña implacable te lo cobra.

Me quedaba la opción de la danzarina, pero una colombina de doscientos metros demanda toda una preparación.

En esos últimos metros ante mis ojos se empezó a dibujar un inmenso parachoques que me hizo acordar de Roberto Carlos, no me pregunten por el nombre de ella pues apenas si vi el corazón; era ahora o nunca. Por alguna extraña razón presentí el respeto, así que me adueñé de medio carril y llevé el corazón al límite, era un acto de amor y yo estaba dispuesto a amar con todo mi ser, mis pedalazos se hicieron un poco más largos y en cuestión de segundos había cazado a mi primer objetivo, nuestros brazos casi se rozaron, el sudor que caía de nuestras frentes se mezclaba en el pavimento formando pequeños mares de dignidad, nuestras miradas se enredaron y por un instante fueron como estrellas fugaces surcando un mundo ajeno, no era propiamente el encuentro de miradas entre vencedor y vencido, sino la concurrencia de voluntades que se baten así mismas antes que con otra; en un pedalazo más, casi sin darme cuenta, nuestras miradas se soltaron suavemente mientras yo me alejaba.
La distancia que me separaba de los dos pioneros restantes también se había reducido así que opté por desafiar la paciencia del camionero y continué firme y decidido en mi propósito, como diciéndole “un segundo más por favor, un segundo más”, y en efecto con cinco o diez segundos tuve, los pioneros estaban ahora en la retaguardia y toda la fresca brisa de la mañana acariciaba primero mi rostro.

Cumplido el cometido retorné presuroso a la orilla de la carretera justo cuando una inmensa llanta negra pasaba junto a mi brazo izquierdo, en aquel momento levanté mi mirada para agradecer con ella el gesto del camionero que supo respetarme y fue cuando sucedió el momento que inspira estas palabras, mis queridos amigos.

Mi mirada se hizo una con la mirada de un hombre que nunca había visto en mi vida, tenía una sonrisa tan grande que podía verse en ella su alma; aquel desconocido no contento con tal manifestación de amor agitaba con fuerza su mano derecha, con el pulgar apuntando al mismo cielo, como diciéndome “¡bravo campeón!, ¡buena esa!”.

En esos últimos cincuenta metros, por cosas de la magia, mi cansancio desapareció, mi fuerza se duplicó y el clímax llegó, una vez más la montaña y yo nos habíamos conquistado.

Mientras descendía de aquella montaña no podía dejar de pensar, maravillado, cómo era posible que un desconocido se alegrara tanto por el breve éxito de otro desconocido; ese señor era un privilegiado que sentía en su alma las emociones de otro y a eso yo le llamo amor, porque el amor es la capacidad que tienen los seres de ponerse en acto de comunión con otros seres, el amor es aquello que vivifica tu voluntad de suerte que eres capaz de poner tu ser en movimiento para el beneficio de otro.

Los mejores diálogos se tienen justo después de que se hace el amor, suele ser un breve momento, pero lo importante es que es un momento de amor. Con más frecuencia de lo que nos conviene suelen ser momentos demasiado breves, tanto que hay muchos en los que la brevedad es total; cuando ello es así es porque aquello que estabas haciendo no era el amor, era otra cosa que solo sabes tú. ¡Si no hay comunión no hay amor! La duración del momento de amor tiene que ver con la calidad del amor.

Con Céfiro como mensajero fiel de mis pensamientos, lleno de una indescriptible emoción que me colmó de paz y de silencio yo murmuré: “solo quien vive en el amor, puede ofrecer una sonrisa y sentir, por los logros de otro, una alegría tan grande que te desborda tanto que fluye incontenible”; en eso vino a mí, traído por el mismo Céfiro, un eco que me corregía como una madre amorosa corrige a su crío, y este eco es la razón de mi cuento: “solo quien vive un momento de amor, puede ofrecer una sonrisa y sentir, por los logros de otro, una alegría tan grande que te desborda tanto que fluye incontenible”.

Por fin mi revolución me ofrecía un nuevo sendero, en efecto vino a mí el pensamiento nuevo. La verdadera naturaleza del pensamiento se realiza en el movimiento; el pensamiento que no se mueve es como el agua estancada, muy pronto se pudre, se torna imbebible, no sirve para regar las flores pues todo cuanto toca lo daña, lo descompone; lo que fuera manantial se vuelve pantano y donde otrora trinaban las aves ya no hallarás ni gusanos.


Octubre 2005

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